Que barbaro, un tipo que vivió hace quinientos años que me haya hecho reír a carcajadas. Un maestro...
CAPITULO XXV
CONTINÚA LA MISMA MATERIA
Pudiera, sin embargo, tolerarse a
los sabios el desempeño de los cargos públicos, aunque nos hiciesen el efecto
de asnos tocando la lira, con tal que en los restantes negocios mostraran
singular maestría; pero llevad un sabio a un banquete, y es seguro que aguará
la fiesta con su melancólico silencio o con sus impertinentes cuestioncillas;
hacedle bailar, y creeréis ver saltar a un camello; conducidle a un
espectáculo, y sólo mirarle a la cara bastará para que nadie se divierta y,
como al sabio Catón, se le rogará que abandone el teatro, ya que no puede
desarrugar el entrecejo; si cae en medio de una conversación, caerá de
improviso como el lobo de la fábula; si se trata de compras, de convenios, en
una palabra, de alguna de esas cosas de las que no puede prescindirse en la
vida diaria, diríais que nuestro sabio más parece un tronco que un hombre.
Por tanto, como es del
todo inhábil para las cosas
ordinarias y discrepa enteramente de las opiniones y de las costumbres del
vulgo, resulta absolutamente inútil para sí, para los suyos y para la patria; por
lo cual se comprende también que tal diferencia de conducta y de sentimientos
debe hacerle aborrecible
para todo el mundo…”
CAPITULO XL
LA SUPERSTICIÓN COMO FORMA DE NECEDAD
Pero he aquí otros hombres que,
sin duda alguna, son de nuestra grey. Quiero hablar de los que se
complacen en contar o en oír milagros y mentiras monstruosas y nunca se cansan
de escuchar las fábulas más extrañas acerca de espectros, de duendes, de fantasmas,
de infiernos y de otras mil maravillas por el estilo, las cuales, cuanto más se
apartan de la verdad, más crédito les dan las gentes, y con mayor delicia las
escuchan. Adviértase que esto no sirve tan sólo para matar el tiempo a
maravilla, sino también para ganar dinero principalmente a los clérigos y
predicadores.
Afines a éstos son los que
tienen la necia, aunque dulce persuasión, de que si ven alguna imagen o cuadro
de San Cristóbal, el Polifemo cristiano, ya no se morirá aquel día; los que por
rezar cierta oración ante la efigie de Santa Bárbara, se imaginan que volverán
sanos y salvos de la guerra; y también los que por visitar la imagen de San
Erasmo en ciertos días, llevándole tantas velas y diciéndole tales o cuales
preces, esperan que muy pronto van a ser ricos.
De la misma manera que
tienen un segundo Hipólito, también han convertido a Hércules en San Jorge, y
si bien no adoran del mismo modo que al santo a su caballo, que adornan muy de votamente
con jaeces y gualdrapas, procuran de cuando en cuando ganarse
sus gracias por medio de algunas ofrendillas, y tienen por cosa digna de reyes
el jurar por su casco de bronce.
¿Y qué diré de aquellos
que embaucan al pueblo muy suavemente con sus fingidas indulgencias y que miden
como con una clepsidra (reloj de agua) la duración del Purgatorio, contando los
siglos, los años, los meses, los días y las horas sin equivocarse en modo
alguno, como si se sirviesen de una tabla matemática? ¿Y qué de aquellos que,
usando de ciertos signos mágicos y
ensalmos inventados por
algún piadoso impostor, ya para la salud de las almas, ya para provecho de su
bolsa, prométenselo todo: riquezas, honores, placeres, buena mesa, salud a
prueba de bomba, larga vida, vejez floreciente y, en fin, un puesto en el Cielo al
lado de Cristo?
Verdad es que esta última
ventaja no la quieren sino lo más tarde posible, es decir, cuando con gran
pesar suyo los abandonan los placeres de este mundo, a los que se agarran con
dientes y con uñas; entonces, y sólo entonces, quieren sustituir las delicias de
la tierra con las del cielo.
Hay que mencionar también
aquí al comerciante, al soldado y al juez, que, apartando de sus rapiñas un mísero
ochavo para obras pías, créense ya tan limpios de culpas cual si se hubiesen bañado
en la laguna Lerna y redimidos como por un pacto de sus
perjurios, orgías, borracheras, camorras, asesinatos, calumnias, perfidias y
traiciones, hasta el extremo de tener el convencimiento de que han adquirido
patente para comenzar de nuevo sus fechorías.
Pero ningunos más necios y
con todo más felices que esos otros que esperan ganar algo superior a la
felicidad suprema recitando a diario aquellos siete versículos se los sagrados
Salmos, pues ya sabéis que el rezo de esos mágicos versículos, créese que le
fue indicado a San Bernardo por cierto demonio burlón, aunque más ligero que
malicioso, pues se enredó en sus propias redes.
Pues bien: todo esto que
es tan necio, que casi a mí misma me avergüenza, no solamente es aprobado por
el vulgo, sino también por los que enseñan la religión. Pero ¿qué más?, al
mismo género de necedad pertenece la costumbre de que cada comarca tenga su
patrono, y de que a cada uno de estos santos se le atribuya una virtud
particular y se le venere con un culto especial: uno cura el dolor de muelas, otro
ayuda a las mujeres en sus partos, éste restituye los objetos robados, aquél
socorre a los náufragos, el de más allá protege a los rebaños, y así
sucesivamente, pues resultaría interminable mencionarlos a todos; sólo diré que
hay algunos que poseen virtud para varias cosas, principalmente la Virgen, Madre de Dios, a
quien el vulgo atribuye casi más poder que a su propio Hijo.
CAPITULO XLII
IMPORTANCIA QUE TIENE EL AMOR PROPIO EN LOS
INDIVIDUOS
Aunque tengo alguna prisa, no
puedo, sin embargo, pasar en silencio a aquellos
que, si bien es cierto que
no difieren gran cosa de un pobre remendón, jáctanse, no obstante, de una
manera increíble de poseer un vano título nobiliario. El uno dice que desciende
de Eneas; el otro, de Bruto, y el de más allá, del rey Artús; en todos los
rincones de sus casas muestran las estatuas y retratos de sus antepasados, cuentan
sus bisabuelos y sus tatarabuelos y recuerdan sus antiguos apellidos; pero, en
realidad, no están ellos mismos muy lejos de ser como las mudas estatuas de que
se glorían; antes, al contrario, son más estúpidos que los retratos que enseñan.
A pesar de ello, gracias al dulcísimo Amor Propio, gozan de una vida
completamente feliz, pues nunca faltan algunos tan necios como ellos, que
admiran a esta especie de brutos como si fueran dioses.
Pero ¿por qué he de hablar
de géneros de necedad, como si Filaucia (el Amor Propio) no dispusiera por
doquier de mil medios para hacer dichosos a muchísimos hombres? Este, más feo
que un mico, se tiene por más hermoso que Nireo; el otro, en cuanto
sabe trazar tres líneas con el compás, se juzga un Euclídes; y aquel otro, que
es como un asno delante de una lira, y cuya voz es tan chillona como la del
gallo cuando anda detrás de la gallina, se cree un nuevo Hermógenes. Hay, sí,
una clase de locura extraordinariamente agradable, superior a las demás, y de
cuya posesión algunos se envanecen como si fuese suya. Tal fué la de aquel
rico, dos veces feliz, de que nos habla Séneca, que cuando tenía que contar un
cuentecillo, ponía junto a sí a sus siervos para que le apuntasen las palabras y
a los cuales no hubiera dudado en enviar a la palestra a hacer sus veces en un
certamen de pugilato, pues era hombre tan para poco, que
sólo podía vivir confiado
en que tenía en su casa muchos y muy robustos esclavos.
Y ¿qué diremos de los
cultivadores de las bellas artes? Les es tan peculiar la Filaucia, que antes los
veríamos renunciar a su patrimonio que ser tenidos por genios; pero
principalmente entre los comediantes, músicos, oradores y poetas,
el más ignorante es el que
posee mayor presunción, mayor jactancia y más elevado concepto de sí mismo; y
con todo, encuentran imbéciles de su calaña que los admiren, porque cuanto más tontos
son, más admiradores hallan, ya que por ser, como dijimos, la mayoría
de los hombres vasallos de la
Necedad, lo peor gusta siempre a los más. Por consiguiente,
si los imbéciles son los más satisfechos de sí mismos y los más admirados por
todos, ¿quien será el necio que prefiera la verdadera sabiduría, que tanto
trabajo nos cuesta adquirir, nos vuelve tímidos y vergonzosos, y, por último,
encuentra tan pocos apreciadores?...”