viernes, 20 de julio de 2012

La Tentación



El general Quiroga va a su entierro;
Lo invita el mercenario Santos Pérez
Y sobre Santos Pérez está Rosas,
la recóndita araña de Palermo.
Rosas, a fuer de buen cobarde, sabe
que no hay entre los hombres uno solo
más vulnerable y frágil que el valiente.
Juan Facundo Quiroga es temerario
hasta la insensatez. El hecho puede
merecer el examen de su odio.
Ha resuelto matarlo. Piensa y duda.
Al fin da con el arma que buscaba.
Será la sed y el hambre del peligro.
Quiroga parte al Norte. El mismo Rosas
le advierte, casi al pie de la galera,
que circula rumores de que López
premedita su muerte. Le aconseja
no acometer la osada travesía
sin una escolta. Él mismo se la ofrece.
Facundo ha sonreído. No precisa
laderos. Él se basta. La crujiente
galera deja atrás las poblaciones.
Leguas de larga lluvia la entorpecen.
Neblina y lodo y las crecidas aguas.
Al fin avistan Córdoba. Los miran
como si fueran sus fantasmas. Todos
los daban ya por muertos. Antenoche
Córdoba entera ha visto a Santos Pérez
distribuir las espadas. La partida
es de treinta jinetes de la sierra.
Nunca se ha urdido un crimen de manera
más descarada, escribirá Sarmiento.
Juan Facundo Quiroga no se inmuta.
Sigue al Norte. En Santiago del Estero
se da a los naipes y a su hermoso riesgo.
Entre el ocaso y la alborada pierde
o gana centenares de onzas de oro.
Arrecian las alarmas. Bruscamente
resuelven regresar y da la orden.
Por esos descampados y esos montes
retoman los caminos del peligro.
En un sitio llamado el Ojo de Agua
El maestro de posta le revela
que por ahí ha pasado la partida
que tiene por misión asesinarlo
y que lo espera en un lugar que nombra.
Nadie debe escapar. Tal es la orden.
Así lo ha declarado Santos Pérez,
el capitán. Facundo no se arredra.
No ha nacido aún el hombre que se atreva
a matar a Quiroga, le responde.
Los otros palidecen y se callan.
Sobreviene la noche, en la que sólo
duerme el fatal, el fuerte, que confía
en sus oscuros dioses. Amanece.
No volverán a ver otra mañana.
¿A qué concluir la historia que ya ha sido
contada para siempre? La galera
toma el camino de Barranca Yaco. 

                                                                   J.L.Borges


viernes, 13 de julio de 2012

El matadero - Esteban Echeverría



Muy bien escrito, con graciosa ironía. Si uno solamente se tuviera que basar  en el ambiente que describe éste cuento, sin duda mis simpatías estarían del lado de los Unitarios. Tengan en cuenta que en éste fragmento no se encuentran los pasajes más brutales ni sangrientos.

“…Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas…

….En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos!

Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.

Sea como fuere; a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.

—Chica, pero gorda —exclamaban—. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador!

Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero, y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin San Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia.

El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga, rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstenerse de carne,
porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo…”

Charles Baudelaire - Poemas en prosa

 
XVII

UN HEMISFERIO EN UNA CABELLERA

Déjame respirar mucho tiempo, mucho  tiempo, el olor de tus cabellos; sumergir
en ellos el rostro, como hombre sediento en agua de manantial, y agitarlos
con mi mano, como pañuelo odorífero, para sacudir recuerdos al aire.

¡Si pudieras saber todo lo que veo! ¡Todo lo que siento! ¡Todo lo que oigo en tus
cabellos!

Mi alma viaja en el perfume como el alma de los demás hombres en la música.
Tus cabellos contienen todo un ensueño, lleno de velámenes y de mástiles; contienen
vastos mares, cuyos monzones me llevan a climas de encanto, en que el espacio es más
azul y más profundo, en que la atmósfera está perfumada por los frutos, por las hojas y
por la piel humana.

En el océano de tu cabellera entreveo un puerto en que pululan cantares melancólicos,
hombres vigorosos de toda nación y navíos de toda forma, que recortan sus
arquitecturas finas y complicadas en un cielo inmenso en que se repantiga el
eterno calor.

En las caricias de tu cabellera vuelvo a encontrar las languideces de las largas horas
pasadas en un diván, en la cámara de un hermoso navío, mecidas por el balanceo
imperceptible del puerto, entre macetas y jarros refrescantes.

En el ardiente hogar de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con opio y
azúcar; en la noche de tu cabellera veo resplandecer lo infinito del azul tropical; en las
orillas vellosas de tu cabellera me emborracho con los olores combinados del algodón,
del almizcle y del aceite de coco.

XXXIII

EMBRIAGAOS

Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no
sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo,
tenéis que embriagaros sin tregua.
 
Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos.

Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la
tristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, disminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye,
a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla,
preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj; os contestarán:

“Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos,
embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud; a su gusto.”




EPÍLOGO

A la montaña he subido, satisfecho el corazón.
En su amplitud, desde allí, puede verse la ciudad:
un purgatorio, un infierno, burdel, hospital, prisión.

Florece como una flor allí toda enormidad.
Tú ya sabes, ¡oh Satán!, patrón de mí alma afligida,
que yo no subí a verter lágrimas de vanidad.

Como el viejo libertino busca a la vieja querida,
busqué a la enorme ramera que me embriaga como un vino,
que con su encanto infernal rejuvenece mi vida.

Ya entre las sábanas duermas de tu lecho matutino,
de pesadez de catarro de sombra, o ya te engalanes
con los velos de la tarde recamados de oro fino,

te amo, capital infame. Vosotras, ¡oh cortesanas!,
y vosotros, ¡oh bandidos!, brindáis a veces placeres
que nunca comprende e1 necio vulgo de gentes profanas