lunes, 25 de junio de 2012

La causa de los peces


Es un impulso común en los padres intentar aislar a nuestros hijos de la maldad del mundo, pero luego nos damos cuenta que en algún momento de sus vidas deberán enfrentarse solos a su crueldad, que nosotros no vamos a estar ahí, y que lo mejor para ellos es que vayan conociendo la miseria y la maldad del mundo de los grandes. Este cuento lo retrata a la perfección. 


Yo tendría cinco o seis años. Era la época en que pasábamos los fines de semana en una casita cercana a la laguna de Lobos: mis padres, mi hermana y yo. Los sábados, papá me llevaba a caminar rumbo a la laguna. Me recuerdo a caballo de sus hombros, recorriendo caminos de tierra en atardeceres luminosos, en busca de nuevos senderos hacia la playita pedregosa, en la que nos tirábamos boca arriba, a mirar el cielo. A veces, permanecíamos allí hasta la noche. Jugábamos a cazar estrellas. Papá me había enseñado a identificar las Tres Marías, la Cruz del Sur, el Lucero.Otras, simplemente nos sentabamos en el muelle a esperar la caída del sol, sumidos en la placidez transmitida por las aguas mansas, en una intimidad sólo alterada, de tanto en tanto, por el chapoteo de las líneas lanzadas por los pescadores.

Ambos compartíamos un secreto: la causa de los peces. Es decir, éramos hinchas de quienes estaban del otro lado de la tanza, de los más débiles. Cuántas veces presenciábamos la lucha sólo visible por la danza primitiva de un hombre contorsionándose alrededor de una caña arqueada, con el deseo de que el anzuelo se hubiera clavado en una lata, o en un junco. Y la congoja frente a los brincos de agonía de pejerreyes, bagres y tarariras que habían mordido la carnada.

Después, papá volvería canturreando una melodía pegajosa, un tango quizás, con la voz aflautada, el tono agudo, agitando el dedo índice como una batuta, aunque a mí me pareciera una varita mágica. Y yo caminaba a su lado, a veces, buscando piedritas uniformes para jugar a La Payana. Piedras chiquitas, para que mi mano diestra, de una vez por todas, pudiera agarrar más de dos. También podía pasar que volviéramos barriendo nuestras pisadas con una rama, para despistar al enemigo imaginario, o yo inclinándome sobre ella, como un boy scout en la búsqueda de un tesoro.

Una noche, apurábamos el retorno; debíamos detenernos a comprar tomates de la huerta de doña Inés. Ya con la bolsa llena, dejamos atrás las chacras, las quintas, hasta que el paisaje iba perdiendo su fisonomía rural, para transformarse en un caserío raleado. Como de costumbre, papá iba hablándome. Nunca recuerdo de qué pero, tal cual sucede con la música, no importa tanto la letra, sino la melodía, el ritmo. Me es imposible rememorar algún diálogo, pero sí recuerdo que papá me explicaba cosas; contento, sonriente. Yo lo escuchaba fascinado.

Un aullido lacerante nos paralizó. Provenía del jardín por cuyo frente caminábamos. Miramos hacia dentro con la poca luz que permitía un farol a gas, bamboleándose sobre un madero. Entonces, vi a un hombre apaleando brutalmente a un perro. El pobre animal estaba atado, tirado en el suelo, y el hombre lo azotaba con una caña, una y otra vez, mientras se confundían dos quejas: los insultos y los ladridos lastimosos. Así lloran los perros, creí pensar. Casi instintivamente quise arrojarme sobre el cerco; solamente recuerdo mi desesperación por la suerte del animal que se retorcía en el suelo, mientras aquel bruto parecía cebado en una violencia sin fin. Creo que empecé a gritarle algo. Fue entonces cuando papá me tomó los hombros, con un ademán que me confundió: me clavó en el piso mirando hacia la escena. En ese momento sentí que me obligaba a ver lo que estaba sucediendo. Alcancé a girar la cabeza para implorarle, con los ojos, primero, y con palabras, después.

La percepción se diluye en el sentimiento. Los contornos se evaporan aunque todavía tengo presente que, cuando el hombre se percató de nuestra presencia, nos desafió con un gesto mientras continuaba vapuleando el cuerpo del animal. Entonces papá simplemente me dijo: "Vamos hijo. El señor es el dueño del perro".

Volví con la cabeza gacha, sin pronunciar palabra. Tampoco papá tuvo ganas de hablar. Los dos sentíamos que nuestro mundo perfecto se había partido. La causa de los peces estaba perdida.

Pasaron semanas sin que volviéramos a la laguna. Poco a poco, las cosas retornaron a la normalidad. Sin embargo, años más tarde, me pregunté si aquella vez mi padre había actuado con cobardía o con crueldad.

El ruido de otra piedra que cayó a mi lado me devolvió al presente. Corrí hacia mi hija, que ajena jugaba en un improvisado sube y baja, hecho con un tronco y un tacho. La bajé a la fuerza y la apreté contra mi pecho, con la intención de protegerla. Allí estaría a salvo. Entonces, comprendí. Y la espina clavada durante años se deshizo en llanto.

                                                                                                     Alberto Tarsitano

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