“… Otra jornada histórica he descubierto en el curso de mis
lecturas. Ocurrió en Islandia, en el siglo XIII de nuestra era; digamos, en
1225. Para enseñanza de futuras generaciones, el historiador y polígrafo Snorri
Sturluson, en su finca de Borgarfjord, escribía la última empresa del famoso
rey Harald Sigurdarson, llamado el Implacable (Hardrada), que antes había
militado en Bizancio, en Italia y en África. Tostig, hermano del rey sajón de
Inglaterra, Harold Hijo de Godwin, codiciaba el poder y había conseguido el
apoyo de Harald Sigurdarson. Con un ejército noruego desembarcaron en la costa
oriental y rindieron el castillo de Jorvik (York). Al sur de Jorvik los
enfrentó el ejército sajón. Declarados los hechos anteriores, el texto de
Snorri prosigue:
“Veinte jinetes se allegaron a las filas del invasor; los hombres, y
también los caballos, estaban revestidos de hierro. Uno de los jinetes gritó:
— ¿Está aquí el conde Tostig?
— No niego estar aquí —dijo el conde.
— Si verdaderamente eres Tostig —dijo el
jinete— vengo a decirte que tu hermano te ofrece su perdón y una tercera parte
del reino.
— Si acepto —dijo Tostig— ¿qué dará al rey
Harald Sigurdarson?
— No se ha olvidado de él —contestó el
jinete—. Le dará seis pies de tierra inglesa y, ya que es tan alto, uno más.
— Entonces —dijo Tostig— dile a tu rey que
pelearemos hasta morir.
Los jinetes se fueron. Harald Sigurdarson preguntó, pensativo:
— ¿Quién era ese caballero que habló tan bien?
— Harold Hijo de Godwin.”
Otros capítulos refieren que antes que declinara el sol de
ese día el ejército noruego fue derrotado. Harald Sigurdarson pereció en la
batalla y también el conde (Heimskringla, X, 92).
Hay un sabor que nuestro tiempo (hastiado, acaso, por las
torpes imitaciones de los profesionales del patriotismo) no suele percibir sin
algún recelo: el elemental sabor de lo heroico. Me aseguran que el Poema del
Cid encierra ese sabor; yo lo he sentido, inconfundible, en versos de la Eneida (“Hijo, aprende de
mí, valor y verdadera firmeza; de otros, el éxito”), en la balada anglosajona
de Maldon (“Mi pueblo pagará el tributo con lanzas y con viejas espadas”), en la Canción de Rolando, en
Víctor Hugo, en Whitman y en Faulkner (“la alhucema, más fuerte que el olor de
los caballos y del coraje”), en el Epitafio para un ejército de mercenarios de
Housman, y en los “seis pies de tierra inglesa” de la Heimskringla.
Detrás de la aparente simplicidad del historiador hay un
delicado juego psicológico. Harold finge no reconocer a su hermano, para que
éste, a su vez, advierta que no debe reconocerlo; Tostig no lo traiciona, pero
no traicionará tampoco a su aliado; Harold, listo a perdonar a su hermano, pero
no a tolerar la intromisión del rey de Noruega, obra de una manera muy
comprensible. Nada diré de la destreza verbal de su contestación: dar una
tercera parte del reino, dar seis pies de tierra.
Una sola cosa hay más admirable que la admirable respuesta
del rey sajón: la circunstancia de que sea un islandés, un hombre de la sangre
de los vencidos, quien la haya perpetuado. Es como si un cartaginés nos hubiera
legado la memoria de la hazaña de Régulo. Con razón escribió Saxo Gramático en
su Gesta Danorum: “A los hombres de Thule (Islandia) les deleita aprender y
registrar la historia de todos los pueblos y no tienen por menos glorioso
publicar las excelencias ajenas que las propias”.
No el día en que el sajón dijo sus palabras, sino aquel en
que un enemigo las perpetuó marca una fecha histórica. Una fecha profética de
algo que aún está en el futuro: el olvido de sangres y de naciones, la
solidaridad del género humano. La oferta debe su virtud al concepto de patria;
Snorri, por el hecho de referirla, lo supera y trasciende.
Otro tributo a un enemigo recuerdo en los capítulos últimos
de los Seven Pillars of Wisdom de Lawrence; éste alaba el valor de un
destacamento alemán y escribe estas palabras: “Entonces, por primera vez en esa
campaña, me enorgullecí de los hombres que habían matado a mis hermanos”. Y
agrega después: “They were glorious “.
J.L.Borges