martes, 15 de enero de 2013

Primera catilinaria



Con el nombre de Catilinarias o Discursos contra Catilina conocemos las cuatro alocuciones pronunciadas por Cicerón entre el 8 de noviembre y el 5 de diciembre del año 63, cuando en su condición de cónsul descubrió y desbarató un intento revolucionario encabezado por Lucio Sergio Catilina que tenía como objetivo final la subversión total de las estructuras del Estado romano e incluso la destrucción de Roma y el asesinato de los ciudadanos más representativos
del partido aristocrático.

El 8 de noviembre Cicerón convoca el Senado y pronuncia ante él la
primera Catilinaria, que como puede deducirse no tiene como finalidad descubrir la conspiración sino forzar la salida de Catilina de Roma; de hecho, es un golpe de efecto porque Cicerón seguía careciendo de pruebas concluyentes.

Con abrupto e incisivo inicio, Cicerón pretende conmover y predisponer a su auditorio a acoger duramente las revelaciones que se propone hacer inmediatamente. La finalidad de esta primera Catilinaria no sólo consiste en la denuncia pública de la trama de la conspiración, sino también pretende poner de manifiesto que él, el cónsul Cicerón, dispone de medios no declarados
que le permiten estar perfectamente enterado de las intrigas de los conjurados. Todo ello con el objetivo final de que Catilina, confundido e inseguro, abandonara Roma y se uniera al ejército de Manlio, ya alzado en armas, declarando abiertamente de esa forma sus intenciones.

Cicerón consiguió el objetivo que se había propuesto y Catilina abandonó Roma ese mismo día.

Aqui transcribo algunos pasajes que, después de veinte siglos, siguen emocionando:


¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? (Quousque tandem, Catilina, abutere patientia nostra?)¿Cuánto más esa locura tuya seguirá burlándose de nosotros? ¿A qué fin se arrojará tu irrefrenable osadía?¿Acaso nada te ha inquietado el destacamento nocturno del Palatino, nada la guardia de la ciudad, nada el temor del pueblo, nada la concurrencia de todos los hombres de bien, nada esta fortificadísima plaza que es el Senado, nada los labios y los rostros de todos los presentes? ¿No comprendes que tus planes se derrumban, no ves que ya tu conjura ha sido sofocada por el hecho mismo de que todos la conocen? ¿Quién de entre nosotros piensas que no sabe lo que has puesto en práctica la noche pasada y la anterior, dónde has estado, a quiénes has reunido y qué suerte de planes has ideado?

¡Oh tiempos, oh costumbres! (O tempora, o mores!) El Senado conoce estas cosas, el cónsul las ve: éste, sin embargo, vive. ¿Vive? Si incluso viene al Senado, se hace partícipe de las deliberaciones públicas, fija su vista en cada uno de nosotros y decreta nuestro aniquilamiento. En cambio nosotros, decididos varones, juzgamos haber hecho suficiente por la República con lograr huir de sus dardos y su furia. Tiempo ha ya, Catilina, que se te debiera haber conducido a la muerte por orden del cónsul, que esa misma ruina que tú llevas maquinando contra nosotros desde hace mucho se hubiera vuelto en contra tuya.

(…)
 En Italia, en las gargantas de Etruria se ha levantado un campamento en contra del pueblo romano; de día en día ha aumentado el número de adversarios. Pero estáis viendo entre nuestros muros, estáis viendo en el Senado al comandante de ese campamento y caudillo de los enemigos, que maquina cada día la perdición de la República hasta sus entrañas. Si yo te hubiera hecho prisionero, Catilina, si ordenara matarte, juzgo sería cosa más temible para mí el que todos los hombres de bien digan que he actuado con excesiva demora que el que afirmen que he sido cruel en exceso. Existe, sin embargo, un motivo de peso que me impide hacer aún lo que debió haberse llevado a término hace ya tiempo. Cuando ya no pueda encontrarse a nadie tan corrompido, tan falto de moderación, tan idéntico a ti que no admita que tal acto se ha efectuado bajo derecho, será entonces cuando mueras.

Y realmente, Catilina, ¿qué es lo que todavía continúas aguardando, si ni la noche en sus tinieblas es capaz de oscurecer tus abominables intrigas, ni tu casa particular contener con sus paredes los gritos de tu conjura, si todo ha salido a la luz, si todo ha reventado definitivamente? Reemplaza tus propósitos, créeme, olvida las sangrías y los incendios. Te encuentras de todo punto asediado, más claros que la misma luz se nos manifiestan tus planes: justo es que, como yo, los reconozcas como tuyos.

(…)
Así las cosas, Catilina, prosigue lo que has iniciado. Retírate, por fin, de la ciudad. Las puertas están abiertas: márchate. Hace demasiado tiempo que te echan de menos como caudillo en el campamento de Manlio. Y haz salir contigo a todos los tuyos, o cuando menos a la mayor parte. Deja limpia la ciudad. De una gran preocupación me liberarás con tal que entre tú y yo medie un muro. No vivirás más tiempo entre nosotros: no lo aceptaré, no lo consentiré, no lo permitiré.

 Debe alabarse el favor de los dioses inmortales y el del mismísimo Júpiter Estator, antiquísimo centinela de la ciudad, por habernos protegido ya tantas veces de calamidad tan repulsiva, tan hostil y tan digna de espanto. Por culpa de un solo hombre no puede consentirse que la sagrada seguridad de la República se ponga en juego. En tanto me tendiste asechanzas siendo yo un cónsul electo, Catilina, no requerí a la guardia pública para mi defensa, sino que me la procuré por mis propios medios. Y cuando en los pasados comicios electorales quisiste darme muerte a mí, al cónsul, en el Campo de Marte, así como a tus restantes adversarios, reprimí tus execrables propósitos con la protección y la fuerza de mis amigos, sin suscitar tumulto alguno. En definitiva, en cada una de las ocasiones en que te arrojaste en mi contra, me opuse a ti con mis recursos propios, por más que supiera que mi ruina iba pareja a la destrucción total del Estado.

 Ahora ya arrojas tus dardos abiertamente contra la República entera; llamas al desastre y a la devastación a los templos de los dioses inmortales, a los hogares particulares de Roma, a la vida de la ciudadanía y, en suma, a Italia toda. Por consiguiente, dado que aún no me atrevo a llevar a cabo lo que concierne tanto a mi mandato como a la moral de nuestros padres, no puedo sino moderar la severidad y ejecutar lo que más útil resulte al bien común. Y es que si ordenara darte muerte, permanecería en la República la sombra de los conjurados, pero si tú partes de aquí, como acabo de exigirte, habremos conseguido expulsar de Roma a esa escoria perniciosa para la República junto a todos sus secuaces.

 ¿Qué ocurre, Catilina? ¿Vacilas en hacer, ahora que yo lo ordeno, lo que ibas a hacer hasta este momento por ti solo? El cónsul ordena que el enemigo salga de Roma. Me preguntas si al exilio. No te lo mando, pero, ya que lo sacas a colación, te lo aconsejo.
(…)

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