De
haber existido, el Necronomicón sería el best-seller de los libros jamás
escritos. Encuadernado en piel humana y escrito con sangre, el Necronomicón era
un supuesto códice ocultista para invocar a los primordiales, entidades
demoníacaón del ser humano. El ficticio autor de tan macabra obra era Abdul
Alzareh, un árabe del siglo XII, que enloqueció tras pasar cuatro años vagando
por unas cuevas subterráneas, donde se supone que habÌa descubierto la
existencia de ìlos primordiales. La primera persona que mencionó el
Necronomicón fue el escritor Howard Philip Lovecraft en su relato "La
llamada de Cthulhu", publicado en 1922. Las referencias a este libro
blasfemo y maldito (con la facultad de enloquecer a todo desdichado que osara leerlo)
fueron constantes en la obra del escritor de Providence. Constantes y
minuciosas, ya que Lovecraft llegó incluso a escribir la cronología del
Necronomicón, en la que detalló cómo, a través de los siglos, fue pasando por
las manos de diversos personajes (monjes, traductores, coleccionistas...) hasta
acabar desapareciendo misteriosamente. Como era de esperar, los rastreadores de
rarezas se pusieron tras la pista del libro.
Una
pista que no conducía a ninguna parte, ya que, como el propio Lovecraft confesó
en 1943 en una carta a su editor, el libro blasfemo no existía; era una
invención suya, para darle credibilidad a sus relatos terroríficos. Pero la
confesión del propio Lovecraft no sirvió para poner fin a la leyenda, ya que
muchos aficionados a la literatura de terror siguieron creyendo en la
existencia del libro.
Jorge
Luis Borges confesó cómo con dieciséis años, fascinado por la obra de
Lovecraft, recorrió las bibliotecas de Buenos Aires buscando el libro maldito.
Lógicamente, no lo encontró; pero, ya que no pudo volver a su casa con un libro
de recetas mágicas, lo hizo con otro de recetas de cocina, para que la salida
no hubiera sido en vano.
La anécdota de Borges ejemplifica la fascinación que
el "Necronomicón" ha ejercido y ejerce sobre miles de lectores.
Fascinación que compartió René Chalbaud, catedrático de Literatura de La Sorbona de París, a quien
en 1971 casi le dio un síncope cuando en la biblioteca de la Universidad encontró
una amarillenta ficha que indicaba que existía un ejemplar del libro entre los
fondos sin clasificar. La noticia corrió como la pólvora, y a la Universidad acudieron
decenas de investigadores atraídos por el hallazgo, como moscas a la miel.
Debió ser divertido ver la expresión de sus rostros cuando descubrieron que todo
había sido una broma de un alumno con ganas de burlarse de sus mayores.
La
biblioteca de Sherlock Holmes
Una
de las bibliotecas imaginarias más famosas está en Londres, en el 221 B de
Baker Street, donde residía Sherlock Holmes, el detective de ficción creado por
Arthur Conan Doyle. Holmes (según los relatos de Doyle) empleaba su tiempo
libre en tocar el violín, en dormitar bajo los efectos de la morfina, y en
escribir tratados en los que compilaba su sabiduría. Entre las obras supuestamente
escritas por el detective figuran títulos como El arte de las pesquisas, Sobre
las diferencias entre las cenizas de diversos tabacos, La utilidad de los
perros en el trabajo del detective y Acerca de la escritura críptica. Ninguno
de estos libros existe, pero, de haber sido reales, hoy serían clásicos de la
criminología.
El catálogo de John Donne
En 1650,
el poeta británico John Donne publicó un catálogo, que tituló
"Catalogus librorum aulicorum incomparabilium et non vendibilium", y
formado por treinta y cuatro volúmenes imaginarios atribuidos a autores
célebres (como Pitágoras) y con tÌtulos tan apetecibles como "Propuesta
para la eliminación de la partícula no de los Diez Mandamientos",
supuestamente escrito por el padre del protestantismo, Martín Lutero. Cómo se
aprecia, la imaginación no escaseaba en aquellos tiempos.
El catálogo del conde Fortsas
En
1840 comenzó a circular por las librerías de Bélgica y Francia un catálogo
formado por cincuenta y dos incunables literarios, que incluía obras atribuidas
a Cicerón. Aquel tesoro (el sueño de todo coleccionista) provenía de la
biblioteca del conde J. N. A Fortsas, e iba a subastarse el 10 de agosto en el
despacho del notario de Binche, una pequeña y apacible localidad belga. Llegó
el dÌa, y un buen número de libreros y coleccionistas de toda índole se dieron
cita en Binche. Pero cuál no sería su sorpresa al descubrir que en el pueblo no
vivía notario alguno, y que nadie había oído hablar de una subasta. Todo había
sido una broma pesada organizada por el comandante Renier-Hubert Ghislai
Chalon, un militar retirado, aficionado a tomarle el pelo a todo el mundo, y
cuya imaginación habÌa alumbrado todos los tÌtulos, y el contenido de los
libros, del ficticio catálogo.
ese libro es utilizado por los illuminati. para sus rituales
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