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¿Vio algo raro
por estos lugares?
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Una falange
romana de cuarenta hombres iba marchando por allá. Un gorila, cabeza en mano,
se dirigía corriendo al escenario 10. En el baño los hombres echaron a patadas
a un director homosexual. Judas está de huelga, porque pide más metal allá, en
Galilea. No, no. No me atrevería a decir que ocurre algo raro o especial.
Ray
Bradbury – Cementerio para lunáticos
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Cada vez que la
humanidad actúa de manera abominable yo me siento feliz.
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¿No lo hacen
feliz las cosas buenas? ¿Los artistas, los creativos?
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No, no. Eso me
deprime. Un claro en el bosque de estupideces humanas. Afortunadamente el hecho
de que haya algunos tontos e ingenuos que arruinan el paisaje con sus rosas
recién cortadas y sus artes llenos de vida sólo ponen de manifiesto a los
trogloditas, a los gusanos diminutos y a las víboras reptando que aceitan las
maquinarias del submundo y permiten llevar el mundo a la ruina.
Ray Bradbury – Cementerio para lunáticos
Ray Bradbury – Cementerio para lunáticos
El
vino de diente de león.
Las
palabras sabían a verano. El vino era verano encerrado y taponado. Y ahora que Douglas
sabía, realmente sabía, que estaba vivo, y se movía en el mundo para verlo y tocarlo,
convenía que algo de este nuevo conocimiento, algo de este especial día de vendimia,
fuera apartado y sellado, y abierto luego un día de enero, cuando nevara rápidamente
y el sol estuviese oculto desde semanas o meses atrás, y el milagro, en parte
olvidado, necesitara renovarse. Sería aquel un verano de insospechables
maravillas, y Douglas quería que lo conservaran y ordeñaran. En cualquier
momento bajaría de puntillas a ese húmedo crepúsculo y acercaría las puntas de
los dedos.
Y
allí, hilera sobre hilera, con el color suave de las flores que se abren a la mañana,
con la luz del sol de junio tras una débil película de polvo, estaría el vino.
Y al mirar el día invernal a través de la botella... la nieve se fundiría en
pastos, en los árboles vivirían otra vez pájaros, hojas, y capullos, como un
continente de mariposas que se alzara al viento. Y el cielo acerado sería azul.
Ten
el estío en la mano, sírvete un poco de estío, un vasito nada más por supuesto,
un sorbito para niños; cambia la estación en tus venas llevándote el vaso a los
labios y empinando el estío.
— Listo.
Ahora, ¡el barril de lluvia!
Nada
podía reemplazar esas aguas puras, convocadas en lagos lejanos y dulces campos
de hierbas cubiertas de rocío en la mañana temprana. Aguas alzadas al cielo,
llevadas como ropa lavada a lo largo de mil kilómetros, cepilladas con el
viento, electrificadas con altos voltajes, y condensadas en un aire frío. Aguas
que caen en lluvias, y traen el cielo en sus cristales. Con algo del viento del
este y del oeste, y del viento del norte y el sur, el agua se hace lluvia, y la
lluvia, en la hora de los ritos, se hace vino.
Douglas
corrió con el cucharón. Lo hundió en el tonel de agua de lluvia.
— ¡Allá
vamos!
El
agua era seda en la cuchara; seda clara, débilmente azul. Dulcificaba los
labios, la garganta, el corazón. Había que llevarla en cucharones y baldes al
sótano, y allí se volcaría en avenidas, en corrientes montañosas, sobre la
florida cosecha.
Hasta
la abuela, cuando nieve girase en rápidos torbellinos, mareando el mundo,
cegando ventanas, robando el aliento a las bocas jadeantes, hasta la abuela, un
día de febrero, desaparecería en el sótano.
Arriba,
en la casa grande, habría toses, estornudos, ronqueras, gemidos, fiebres
infantiles, gargantas rojas como carne cruda, narices como cerezas en conserva,
microbios en todas partes.
Entonces,
saliendo del sótano como una diosa de junio, la abuela vendría, con algo oculto
pero obvio bajo el chal tejido. Lo llevaría a las miserables habitaciones de
abajo y arriba, y su aroma y claridad llenarían las copas, y se bebería de un
trago. Las medicinas de otro tiempo, el sol balsámico de las ociosas tardes de
agosto, el débil ruido de los carros de hielo por las calles de ladrillo, el
susurro de los plateados cohetes, y las fuentes de las cortadoras de césped
sobre países de hormigas, todo, todo en un vaso.
Sí,
hasta la abuela escaparía al sótano del invierno para una aventura de junio. Se
quedaría allá abajo, sola y callada, como el abuelo, o el padre, o el tío Bert,
o algún pensionista, y comulgaría con las últimas huellas de un tiempo de
picnics y cálidas lluvias, y campos perfumados de trigo, el maíz nuevo y el
heno de cabeza inclinada.
Hasta
la abuela repetiría y repetiría las palabras doradas y hermosas, como si
estuviese diciéndolas en ese mismo momento, cuando las flores estaban aún en la
prensa, como serían repetidas todos los años, todos los blancos inviernos del
tiempo. Las diría y las diría, y serían en sus labios como una sonrisa, como un
repentino rayo de sol en la sombra.
El
vino del estío. El vino del estío. El vino del estío.
Ray
Bradbury – El vino del estío
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